jueves, 27 de noviembre de 2008

Monseñor Rafael Bello Ruiz en el seminario de Chilapa. In memoriam

CHILAPA:
CHILE Y TORTILLITAS

Las puertas del seminario se abrieron para dar paso al grupo de nuevos seminaristas. Un leve chirrido de los goznes hizo voltear a uno de ellos. Otro, elevó la vista hacia el techo inmenso del recinto más grande aún.

La sobriedad del edificio sobrecogía al más pintado. Uno siempre se imagina esos lugares lóbregos, misteriosos. Pero Paíto no lo veía así. Su corazón saltaba de gusto, de un gusto muy especial, conforme se acercaban a Chilaba, la fértil tierra de la zona centro que era casi puerta de sierra y alojaba a uno de los Seminarios de más fama en la época.
La alegría de sus once años estaba desbordada. Frente al edificio, se detuvo unos segundos y vio la férrea hermosura de sus líneas y aristas. Los anchos muros se le antojaban murallas que resguardaban los más celosos secretos... que ellos estaban a punto de conocer.
Ya dentro, al observar los grupos que trabajaban callada y fielmente, vino a su mente aquel otro grupo, el grupo escolar Baretti del maestro Perboni, en el que Enrique pasara tantas tribulaciones y alegrías, en aquella primera obra que Paíto leyera de cabo a rabo: Corazón, Diario de un Niño, de Edmundo D’Amicis.
Como Enrique, a Paíto no le arredraban estudios ni Seminario, cuantimás el sobrio edificio y sus austeros y reservados maestros, por el contrario... era la culminación de sus deseos, esos deseos manifiestos desde pequeño en que, en infantil confidencia, dijera al sacristán de su parroquia: Chanito, quiero ser sacerdote!

El Padre Bernardo García urgió a Paíto a emparejar el paso, casi al tiempo en que Monseñor Don Constantino Arizmendi, Canónigo y Rector del Seminario Menor de Chilapa, se paraba frente al pequeño grupo proveniente de Tecpan de Galeana, rinconcito provinciano enclavado en la Costa Grande de Guerrero.
La voz de aquel hombre le sonó a paternidad pura a Paíto cuando dijo solemnemente:
-Que bueno que han llegado hijos... bienvenidos sean al Seminario Conciliar de Chilapa, lugar en que les enseñaremos a conocer los designios de Dios, a amarle, y a difundir su palabra y obra.
La figura misma del anciano Rector reflejaba un respeto cariñoso y abierto al chamaco costeño que, del grupo aquel, finalmente sería el único en terminar consagrado.

Asignado el dormitorio, Paíto, Pepe Muñiz, y otros tecpanecos más llegados en el grupo, entraron al amplio galerón que hacía esas veces y daba cupo a no más de una veintena de camastros, todos de carrizo, cubiertos de raquíticas sábanas, y un cobertor que no se daba por vencido en su eterna lucha contra el frío que se colaba, insistente, por el resquicio de la puerta y con mayor saña por las noches.
La flaca maleta fue desempacada para acomodar los tres o cuatro trapos traídos y... se soltó el llanto.
Primero fue derramado por un pequeño que llegase reticente, pero cuyas lágrimas obligaron a las de los demás a brotar profusamente.
Las penumbras acentuaron la añoranza, y en la obscuridad, en silencio, Paíto se negó a dejar escurrir las que anegaban sus ojos. Sería fuerte. Era lo que quería, y el amor a Dios le impulsaba.

El sueño le transportó a Tecpan, su rinconcito del alma, y vio a sus padres traerle al mundo ese 7 de marzo de 1926. Ella le miraba amorosa, él orgulloso. Era el tercero de los hermanos que llegarían a siete. Su padre, Don Calixto Bello Rizo, era talabartero, y de los buenos, de los que conocen y realizan el proceso desde el curtido mismo, de los de alma de artista a quien el pequeño Paíto ayudara años más tarde a bordar la pita, blanca, pura, límpida, llegada del lejano Yucatán. Vio al viejo llevar sus pieles hasta las pilas, para meterlas al remojo con cal y demás hierbas que acostumbran los que saben, para curtirlas.
Se vio tendido en la cuna, para luego sentado en el pupitre de la Plutarco Elías Calles, única escuela primaria del pueblo, donde el maestro Edrulfo Romero se asombrara de que Paíto ya supiera leer, técnica poco popular en ese entonces que el chamaco aprendiera gracias a los afanes de su señora madre... y el silabario de San Miguel.
No... si leer es bueno! le decía el tío y le repetían sus mentores en el seminario cada que le pasaban a leer la lección para beneficio de sus compañeros, muchos de los cuales todavía no tenían esa gracia de Dios.
Y en ese sueño también aparecía el río, ese cauce de aguas mansas que abriera sus aguas para acogerle cariñoso en sus aventuras natatorias, que rivalizaban con las basquetboleras, ambos amores en cuestión de deportes del costeñito aquel. Pero era el río Tecpan también testigo -pa’cuando llegue a santo- de su primer milagro, ese del que ya se habla y cuando Noé Muñiz, picado por venenoso alacrán, perdía sus facultades físicas al ritmo en que lloriqueaba que le iban a regañar por andar donde no debía, y que Paíto le llevara con urgencia al río para -ya grave- sumergirlo tres veces urgiéndole a pedir, en cada una, el favor del Padre, del Hijo, y del Espíritu Santo, gracia concedida ipso facto.

El frío de la madrugada y el estruendoso sonar de un llamado obligó al pequeño a cortar el sueño y despertar bruscamente. Sus ojos buscaban la luz, pero aún no la había, el sol no sabía de llamadas o despertadores, él salía a su hora y ya. Ellos, por el contrario, debían levantarse a las cinco en punto de la mañana, con sol o sin él, para rodear la fuente del patio del seminario y, a jicarazos, tomar el baño del día que piel, músculos y mente rechazaban por lo gélido del agua, pero la determinación entibiaba al tercer jicarazo.
Cuando se calzaba, el recuerdo volvió a asaltarlo. Miró con detenimiento los zapatos que, de un número más grande a su talla, había recibido de su hermano mayor como regalo, y motivo de burla de los demás hermanos, amigos, y hasta de él mismo, pues hasta ahora no olvida los “zapatotes” que le congraciaban con una estampa dispareja.

Yo le vi llegar al Seminario -recuerda el Padre Antonio Jiménez, compañero suyo en Chilapa- era un niño inocente, muy bueno, que siempre se portó bien y muy dedicado a los estudios.

Antes que otra cosa sucediera, los seminaristas hacían oración. Los rezos eran dirigidos por un santo sacerdote, Don Tomasito Herrera, uno más de los que dejara huella indeleble en Paíto.
Se rezaba por la paz, por las misiones, por los sacerdotes, por los seminaristas, por la salvación del mundo. Había mucho por qué rezar... hay, mejor dicho, porque el mundo sigue siendo mundo y el hombre, hombre.
Si a alguno incomodaba tanto rezo, a Paíto le encantaba. Desde siempre había tenido esa comunicación con Dios; al principio en sus propias palabras, después con las enseñadas por su párroco Don Bernardo García. Entre una actividad y otra, siempre había tiempo para una oración... incluso caminando.
Cuando el grupo de seminaristas entró en la modesta capilla del seminario, Paíto evocó aquellas clases del catecismo que recibiera en su parroquia y que quedaron grabadas indeleblemente en su memoria. Las catequistas se apoyaban con el Catecismo del Padre Ripalda, ese con el que millones de mexicanos puedo asegurar nos preparamos para nuestra Primera Comunión.
Todo buen cristiano está obligado a tener devoción a la cruz de Jesucristo, nuestra luz, pues en ella quiso morir para redimirnos de nuestros pecados y alejarnos del enemigo malo... es por eso que nos santiguamos haciendo tres cruces, la primera en la frente para que nos libre Dios de malos pensamientos, la segunda en la boca para que nos libre de malas palabras, y la tercera en el pecho para que nos libre de las malas obras, pensaba para sí mismo en remembranza de aquellos días.

El estómago le recordó que había prisa para estar en el comedor, y apuro los actos para encontrar ahí, en la mesa, las mismas tortillitas con sal y chile reforzadas con frijolitos que dejara en casa; sólo que allá estaban rodeadas de amorosos familiares y aquí... sacudió con determinación la cabeza y terminó la frase: ... aquí con nuevos amigos y compañeros en la senda del servicio a Dios. Se asombró cuando pudo notar que el sabor era el mismo, agradable, casi exquisito con el sazón de la fe, la esperanza, y la caridad, gracias de las que él desbordaba indudablemente. La misma pobreza del alimento era un acicate para seguir adelante, recuerda con ternura el propio Paíto.

Tras el desayuno, el rato de solaz rebotando la pelota, driblando al contrario, para lanzarla con pericia hacia el tablero y encestar con éxito demostrando que en Tecpan también hace aire. Una voz coreaba el aplauso en su mente, la de su madre, Doña María de la Luz Ruíz, que festejaba cada triunfo del pequeño y le instaba a gozarlo, pero igualmente a usarlo como impulso para seguir adelante. Por eso estaba ahí, por la firme determinación de hacerse sacerdote, de entregarse a su obra redentora, ejemplo de compañeros y mecenas al poco tiempo.

Las aulas resguardaban celosas unos viejos pupitres que, en ese momento, eran grandes para Paíto. Pero igual de ágil se montaba en el que le correspondía para poner atención a la lección del maestro-sacerdote, aunque de vez en cuando los pupitres también nos servían para hacer algunas diabluras, comenta con una sonrisa pícara.

La una de la tarde marcaba la hora del alimento fuerte del día: Chilate, un platillo chilapeño que consistía en un caldillo rojo con tortillas pero que a ellos le sabía a cielo puro en gajos.
Durante la comida, se hacían lecturas de pasajes de la Historia de México, tomadas de la obra del insigne Fray Niceto de Zamacois. Los responsables de leer los fragmentos eran los seminaristas que mejor leyeran, así es que el turno de Paíto se repetía una y otra vez. Me subían a un púlpito y desde ahí leía, dice orgulloso.

La primera visita que hicieron fuera del seminario fue a la hermosa catedral de Chilapa, entonces en construcción, y en donde conoció personalmente a un hombre que ya admiraba y fuese una de sus motivaciones para hacerse sacerdote: Monseñor Leopoldo Díaz Escudero, el Señor Obispo.
La grandeza del monumento le dejó absorto. Esa era la grandeza con que veía a Dios... y aún más grande!


Allá en la casa de Tecpan, la vida transcurría tranquila, aunque no sin los sinsabores cotidianos que si bien alteraban ritmo y alma, no causaban mayores daños en la convivencia familiar.
La partida de Paíto al seminario había llenado de orgullo a los amantes progenitores
Juanita y Epifanía, hermanas de Don Calixto, el papá de Paíto, colaboraban en el quehacer del hogar afanosamente, y amando a los sobrinos con ese cariño tan especial que sólo las tías o los abuelos pueden dar.
Epifanía se había casado y tuvo a Gilberto y a Lucrecia, pero enviudó y Gilberto tomó su camino. Lucre jamás la abandonó quedando soltera.
Don Calixto y Doña Ma. de la Luz veían crecer a sus hijos en el seno de una familia muy religiosa. El era un buenazo, un hombre de bien para hablar apropiadamente, dedicado a su trabajo de talabartería que, aunque se encontraba en el mismo corredor de su casa, bien que habían aprendido a separarle de las labores y sucesos del hogar. Sus operarios le ayudaban fielmente. Era cantador y tenía muchos amigos. Uno de ellos, Don Rutilo, como vivía en la casa de junto, se tomaba sus ratos de descanso en la carpintería para sentarse a platicar con Calixto. Unos minutos después, cada quien regresaba a lo suyo, el talabartero cantando, el carpintero sonriendo ante el buen talante del amigo. Aunque mayor que su esposa, fue un esposo y padre amoroso que dejó esta vida a los 85 años.
Ella, Doña Ma. de la Luz, era la dura, la enérgica, la que ponía las reglas y el orden con santa mano que bastante necesitaba ante el pequeño ejército que tenía por herederos. Pero era muy piadosa. Formaba parte de una hermandad y asistía diariamente por las mañanas a la iglesia. De regreso, se ocupaba de los quehaceres del hogar y la comida, quedándose por la tarde a convivir con sus hijos, escuchar sus quejas y atender sus infantiles sufrimientos.
Jamás, que yo recuerde, dice Lita, hermana menor de Paito, escuché a mi mamá acusarnos con mi papá. Ella era la que imponía el castigo si nos lo merecíamos. Y hasta alguna que otra nalgada... comenta sonriendo ante la evocación, pero era bonita... era bonita mi mamá... la recuerdo peinada toda hacia atrás con un chongo que se hacía y le daba un toque muy especial. Ella se fue a los 92 años.
Varias anécdotas brotan de aquellos días, como el porqué de Paíto, apócope que viniese del medio hablar de uno de los hermanos.
Los mayores llamaban al niño Rafaelito, pero su hermano Casto, que aún no pronunciaba bien, le decía en su media lengua aphaito, aphaito, de donde se derivó Paíto, apócope que al paso del tiempo y por la popularidad que llegara a adquirir aquel primer Paíto, ahora aplican en Guerrero a todos los que se llaman Rafael.
Cuando Graciano terminó la primaria, y dado que en Tecpan no había secundarias, la tía Juanita decidió irse a radicar a Acapulco para que el jovencito pudiese seguir con sus estudios, y más tarde los demás sobrinos.
La tía Llalla, como le decían a Juanita, podía mantenerse sola, para eso bien le servía su arte de la costura y así lo demostró.
Llegaron a Acapulco asentándose en el Barrio del Hueso con la hermana de Doña Ma. de la Luz, la tía Chepita, pero Llalla no estaba a gusto en ese barrio. Un amigo de la familia, Don Chema Sotelo, paisano que vivía en el puerto, les dijo que no podían quedarse ahí, que él tenía unas habitaciones extras en su casa, por La Quebrada, y se las ofreció de buena gana.
La casa estaba ubicada frente a lo que es ahora la Casa Diocesana, y Llalla recibió como sus clientes a todos los amigos de Don Chema, creándose muy buena fama y llegando a ganar lo suficiente para que, algunos años más adelante, cambiaran a la casa que ocupara una de las maestras más insignes de Acapulco: Felícitas V. Jiménez, la famosa Señorita Chita, donde vivirían muchos años.
Ya bien instalada Llalla, varias veces le rogó a Nía que se viniese al puerto, pero esta se negaba. Don Calixto, al notarlo, preguntó directamente el porqué de su negativa.
-Mira hermano, contestó ella con timidez, yo estoy muy encariñada con la pequeña Lita y no quisiera dejarla o alejarme de ella.
El buen hombre, entendiendo el vinculo que había crecido entre tía y sobrina, habló con su amada esposa Doña Ma. de la Luz -que por entonces ya tenía a Jorgito en brazos- y le explicó la situación. Ella comprendió perfectamente amor y necesidades y aceptó de buen grado que Nía se trasladara a Acapulco llevándose a su cuidado a Lita, que apenas contaba con cuatro añitos.

Paíto y Margarita, Lita como le dicen de cariño, ya eran muy unidos. El gustaba de contarle cuentos, y ella se complacía en escucharles.
-Cuéntame un cuento Paíto, rogaba la pequeña.
Y Paíto no se hacía del rogar empezando relatos que se llevaban su buen tiempo y que seguramente sacara de aquel Corazón Diario de un Niño, o de otras lecturas que ya había realizado pues desde entonces fue muy afecto a los libros.
Por eso mismo, cuando Paíto venía de vacaciones desde el Seminario Conciliar de Chilapa, Lita saltaba de gusto pues bien sabía que serían días de alegría y aventura.
Visitábamos a los amigos, platicábamos, nos llevaban al mar, en fin... eran días de fiesta prácticamente, evoca Lita.

Un año hubo de pasar para que Paíto despejara la añoranza por su casa. Ocho meses para ir a sus primeras vacaciones, viajando a caballo de Chilapa a Tecpan, cruzando por la sierra y desembocando en San Jerónimo, muy cerquita de su pueblo. Dos días de viaje con pernocta en Carrizal de Arteaga, para llegar a estrenar el traje de baño que su tía Llalla le había comprado para que se bañara en el río y que, cuando alguien reclamara que se lo hubiera comprado antes de entrar al seminario, el respondiera orgulloso:
-También allá hay río y también allá vamos a nadar en él!
Y es que Paíto era un nadador de campeonato. Le gustaba nadar, y ver nadar al que sabía para aprender.
Pero también llegó a trabajar en su descanso, ayudando a papá en la talabartería bordando con pita las monturas, y a demostrar al pueblo entero, con su seriedad y prosapia, que estaba en el seminario y que seguiría en él porque quería y sería sacerdote. Que caray!
El propio Padre Alberto Vivanco, que estaba a cargo de la iglesia de Tecpan para ese entonces, le lució ante sus feligreses llevándole a ayudar en el catecismo... y a cazar conejos!
En ese año logró demostrar que aquellas inmejorables calificaciones, sacadas en la primaria, no eran casualidad.

Cruzó sin más que la añoranza la preparatoria, o preparatorio como llaman a esa etapa en el seminario, y empezó el Latín, materia de un contraste pintoresco para Paíto pues, mientras era la materia que más le causaba problemas y dolores de cabeza, era también la que más le atraía por el misterio que encierra su clasicismo, y la facultad que brinda, al saberla, de entender mejor nuestra propia lengua.
No en balde se esforzaban sus maestros para pulir ese diamante en bruto, como Don Justino Salmerón, Don José Gutiérrez o Don Moisés Carmona, seguidos afanosamente por D. Alfonso Díaz, Angel López, Gregorio Bello, Cándido Contreras y Jorge Parra, Modesto García, o Galdino González, citando con especial énfasis a Tomasito Herrera, todos ellos presbíteros, mentores y ejemplo.

Ya se había acostumbrado a las camitas de carrizo o bambú en las que dormían, a la frugalidad del alimento, al inolvidable baño de fuente que no de tina, y a la severidad amable de sus mentores, entre quienes se contaban verdaderos servidores de Dios.
Sus compañeros, unos sesenta u ochenta en total, se perdían con el tiempo y en el tiempo, y tomaban sus lugares nuevos aspirantes que llegaban igual de temerosos y añorantes.
Al término de las vacaciones de primer año, sólo cuatro regresaron. Uno de ellos fue Jesús Cortés, enojón y alebrestado jovenzuelo de Ometepec que, dentro de su gallardía, siempre defendía a Paíto, sobre todo cuando jugaban a las canicas y le hacían trampa.
-A mi paisano no le hacen eso! era su grito de guerra, que alguna vez se repitiera cuando Paíto, inocentemente, se pusiera los guantes con audaz contrincante que, osado, le sacara el mole de la nariz. Chucho Cortés, ni tardo ni perezoso, se midió con el ahora asustado abusivo diciéndole:
-Paíto no es de pleito... pero aquí estoy yo cabresto!
Esa amistad perdura hasta el presente, y conserva la sinceridad y ternura de siempre.

La familia le enviaba una mesada de ocho o nueve pesos que le ayudaban a sostenerse. Los jesuitas, por su parte, les apoyaban en todo lo que podían pero también les pedían ayuda, y todos colaboraban con algunos trabajitos que les encargaban a los clérigos, principalmente de mecanografía, otra de las artes dominada por Paíto.
Cada quien mandaba a hacer sus sotanas, baratas y no. La tía del Padre Antonio Jiménez les cosía las sotanas que les daba a doce pesos. Eran negras y había que contar con un par al menos para poderlas lavar y usar, aunque algunas veces andaban en ropa de calle.
Pero todas las carencias se aliviaban cuando ayudaba en misa a Don Leopoldo Díaz Escudero, el Obispo de Chilapa, ayuda que brindaba enfundado orgulloso en su sotana negra de seminarista.
Tuve buenos compañeros, buenos amigos, todos fueron generosos conmigo, relata contrito.

Al Segundo de Latín, ya veía lejanos los días en que saliera de su amado Tecpan, acompañado de Calixto su padre, Doña Angelina Cañedo y su hija Oliva, montado en una carreta a falta de transporte, que partiera de la casa de Don Puyo, como llamaban cariñosamente a Don Refugio Sánchez, y despedido por toda la familia.
Buscaba en la Virgen de Guadalupe, veneración que heredara de papá y mamá, el consuelo y el apoyo para seguir adelante... y hacerlo bien.
Pero el camino que iniciara gracias a la simpatía que le despertaran tanto el Obispo Leopoldo Díaz Escudero como el párroco Bernardo García, ya se había abierto de lleno.... y era feliz por ello.

El largo trayecto en el Seminario Conciliar de Chilapa había sido cursado con magníficas calificaciones por Paíto, vencedor de Humanidades durante cuatro años. Es merecedor de varios Premios a la Excelencia y gana automáticamente su pase al Pontificio Seminario de Montezuma, en Nuevo México, USA., donde continuaría una segunda etapa: Filosofía, durante otros tres largos años.

El primer paso fue informar a la familia. Una breve carta les indicó que sólo podría ir a Acapulco y por un par de horas a verles. Su mamá no pudo ir por cuestiones de la casa, pero Don Calixto si fue a alcanzar a los que ya de por sí vivían en el puerto. La reunión fue más que emotiva. El poco tiempo asignado pasó rápidamente, y Sergio Ramírez, su acompañante, urgió la salida.

Cinco pilluelos, unos más chicos, otros más grandes, partieron para la capital del país a tramitar los documentos necesarios para el viaje: Luis Acevedo, Eladio Camacho, Rafael Romero, Antonio Jiménez, y Rafael Bello Ruíz, Paíto. Iba al frente del grupo el P. Antonio Jiménez, apenas tres años mayor. Llevaban la recomendación especial para el Padre Rodrigo Valle que, egresado también de Chilapa, debía atenderles con amor cristiano y asesorarles en el trámite de los pasaportes y demás.
“Ahhh... si tan sólo nos llevó al edificio de la Secretaría de Relaciones Exteriores, nos dijo aquí es la oficina de pasaportes... y jamás le volvimos a ver” recuerda simpático el Padre Antonio Jiménez.
Como apenas llevaban unos cuantos centavos, unos se hospedaron en la casa de los nacientes Legionarios de Cristo, y otros, los más chicos, en el rancho El Mayorazgo de Juan Andrew Almazán.
El más grande, Luis Acevedo, les llevaba al cine para distraerles de la agonía en la espera. Y es que si los trámites son en sí engorrosos, con mayor razón cuando falta un documento y estando tan lejos de la tierra. Antonio Jiménez necesitaba la copia de su acta de nacimiento original, pero los archivos se habían quemado en un incendio sucitado en el Registro Civil de Chilapa y no era posible, así es que le pidieron una copia certificada y protocolizada de su fe de bautismo, lo que solicitó de inmediato a Chilapa.
Por su parte, Paíto y otro de los pequeñuelos adolecían de un documento obligado: el permiso de sus padres para salir del país. Aquí fue en donde la inventiva de Luis Acevedo resultó más que efectiva, pues él mismo redactó los documentos... y firmó en nombre de los padres!

Solucionados los problemas migratorios, abordaron el tren que les llevaría sin prisa alguna a lo largo de más de mil kilómetros. Su destino: Ciudad Juárez.
La trayectoria fue un verdadero tormento, recuerda el Padre Antonio, pues cuando llegamos al desierto de Chihuahua el polvo se metía por todas partes.... horas enteras sufrimos respirando polvo y sólo polvo, pero nos aliviaba un poco reirnos de los demás que estaban todos pambaceados de polvo.
Poco antes, en Celaya, compramos una canastita de limas para paliar un poco la sed. Cuál sería nuestra sorpresa al darnos cuenta, ya con el tren en marcha, que la famosa canastita tenía hundido el fondo hacia arriba y en realidad apenas llevaba unas cuantas limas! evoca jocoso.
En Ciudad Juárez transbordaron a uno de los famosos autobuses Greyhound.

Tomado de Ramírez S. Francisco Xavier. Paíto, apóstol y misionero, México, Editorial Sagitario, 2005.

lunes, 10 de noviembre de 2008

Convivencia de exseminaristas

Son las 5:30 de la mañana, suena la campanita rompiendo el silencio que abriga a todo el Seminario. Mientras, en los dormitorios de los seminaristas suena vibrante la voz de los superiores del Seminario con el “Viva Jesús y María”. ¿Recuerdas que así iniciábamos nuestras actividades del día?
Quise hacer llegar a tu mente lo anterior con el fin de que recuerdes aquellos días que pasaste en el Seminario, cuántas alegrías, cuántas satisfacciones y también, por momentos, sufrimientos y tristezas que con la ayuda de nuestra Virgencita del Seminario, superamos.
Pero vayamos a nuestra convivencia general de cada año
¿Por qué nos reunimos?
Nos reunimos para saludar a la Virgencita del Seminario. Nos reunimos para vivir momentos de alegría, en el lugar que con tanto cariño nos acogió y donde tuvimos grandes oportunidades de aprender cosas buenas.
Nos reunimos para revivir aquel ideal al que aspiramos todos; para convivir con los compañeros, cambiar impresiones y sentirnos verdaderos hermanos de Cristo Nuestro Señor. Para agradecerle los dones y gracias recibidas, habernos dado la oportunidad de seguir sus pasaos como seglares; para expresar nuestras inquietudes por el mejoramiento de las reuniones con el fin de seguir apoyando nuestro Seminario, y para estrechar lazos de amistad y cariño, por lo que asistimos con nuestras esposas e hijos.
Nos reunimos para saludar a los maestros del Seminario que tanto nos apoyaron, para saludar a los seminaristas y expresarles nuestro apoyo para que continúen en la realización del ideal sublime del sacerdocio.
Podría enumerar otras causas, pero considero que son las principales.
Por otra parte, quiero aclarar que en las convivencias que realizamos no existe discriminación entre los asistentes; aquí no se mide ninguna posición social, económica y mucho menos política. Cada quien aporta lo que quiere, participa como quiere, opina con toda libertad, porque siempre buscamos la armonía dentro del respeto mutuo.
Por lo tanto, compañero exseminarista, te invitamos a participar con tu familia. Asiste a las convivencias; ven a vivir un rato al Seminario, el semillero del cual formaste parte. Ven a saludar a la Virgencita que te espera con los brazos abiertos; ven a pasar un rato de retiro espiritual con Nuestro Señor Jesucristo, a fortalecer tu fe y a tomar nuevos impulsos para servir mejor a Él, a nuestros hermanos y por qué no, a ser un ejemplo ante ellos.
Por último te decimos que si no puedes asistir a nuestras convivencias por causas de fuerza mayor, siempre te tenemos presente ya que la Santa Misa y el Rosario los ofrecemos por las intenciones de los presentes y los ausentes, por nuestros compañeros difuntos.
Bienvenido, te deseamos salud, fuerza y amor en Nuestro Señor Jesucristo.
Alberto Ocampo Gutiérrez.
Texto tomado del libro Seminario Diocesano de Chilapa. 1868-1993. Metropolitana de Ediciones S.A., México, 1993, p. 146, publicado para conmemorar los 125 años de la Institución.